El debate al cual nos convoca el título no se circunscribe al soporte utilizado para publicar un libro, mucho menos a la supuesta distancia irreconciliable entre el mundo de papel y el mundo digital. Realizar tal recorrido nos obliga de antemano a tomar posiciones como si se tratara de una cuestión de gustos o de un problema generacional.
En el mundo de papel y en el mundo digital subyacen posibilidades distintas de “ser en el mundo” que no son visibles desde la dicotomía “libro impreso vs. libro digitalizado”, zanjada inteligentemente por el presidente Maduro al reconocer abiertamente la “complementariedad” entre ambos. Esta dicotomía, en efecto, reduce el problema a una cuestión de soporte tecnológico, como si no hubiera algo más en juego que la decisión por la eficiencia y eficacia de los dispositivos. En cambio, cuando el problema se plantea desde las formas de “ser en el mundo”, la elección de uno sobre otro no implica gustos estéticos sino formas de experimentar la vida y comprender las relaciones (incluyendo las socioproductivas).
La eficiencia y eficacia son cuantificables y comparables. Los neoliberales se enfocarán en los cálculos de eficiencia económica y los progresistas insistirán en las variables sociales, traducidas generalmente en cuestiones de accesibilidad. En ninguna de los dos aproximaciones aparece la pregunta por las “cosmovisiones” que estas experiencias ponen en juego, esto es, los mundos que abren.
Lo cierto es que, al ubicarse en dos planos distintos de la existencia, mundo digital y mundo de papel son incomparables, a menos que se igualen a través de aquella operación de trasposición que supone la digitalización de un libro cual fotocopia virtual. La transposición es el mecanismo que permite visibilizar el problema en términos dicotómicos “impreso vs. digitalizado”, entendiendo ambos como alternativas de un mismo mundo: el libro. Afirmaremos, entonces, que el “libro impreso” es exactamente lo mismo que el “libro digitalizado”, pues este no se entiende sino como “fotocopia” del primero. Por esta razón, le asiste la razón al presidente cuando habla de su necesaria complementariedad.
Sin embargo, si el libro impreso y el libro digitalizado son lo mismo en términos del mundo que nos proponen y producen ¿Qué opción nos queda? Nos queda el libro digital. Un libro digital podría definirse como una maraña de conexiones multimediales y multisensoriales no preestablecida. Por tanto, el libro digital, incluso cuando es pensado como transposición o copia, no puede desvincularse del elemento tecnológico, pues este le transfiere su cualidad hipertextual.
La hipertextualidad modifica el estatuto narrativo del libro tradicional (impreso y digitalizado) y le confiere un carácter no-secuencial que además le posibilita la incorporación de imágenes, audio y vídeo. La potencia política de este despliegue hipertextual radica en su ruptura con la necesidad de clausura, en su
constante devenir transformador y su invitación a lo múltiple.
El libro digital, por tanto, no es UN libro, sino una experiencia de circulación y producción de conocimientos que borra aquellos rastros de unicidad textual, de autoreferencia del texto consigo mismo, al dispersar un texto en otros textos. El libro digital crea la posibilidad de recorrer infinitos caminos sin impedir la evaluación y valoración del camino recorrido. La noción de libro (impreso y digitalizado) es actualizada por el libro digital en el momento en que su contenido se encuentra en tensión permanente con múltiples centros que se interconectan gracias a la semiosis ilimitada que producen los textos.
El libro digital es radicalmente revolucionario al destituir la idea de “obra” y de “autor”, mientras posibilita con ello la práctica efectiva de un conocimiento libre, no propietario, en el que cada recorrido es único (cual lectura de Rayuela). Lo que conocemos como “autor” queda desprovisto de su autoridad, de su jerarquía, en el instante que el lector recurre a una estrategia particular para aproximarse a los contenidos; en ese sentido, hay una colaboración asincrónica que introduce un efecto de equivalencia entre la figura del lector y el escritor: ambos devienen productores.
Con la muerte del autor se abren las cerraduras que encierran al texto, en ese sentido, opera una forma de liberación que permite la emanación del texto, es
decir, el desprendimiento de sí mismo. El libro digital no compite con el libro impreso, ni con su fotocopia digitalizada, pues se trata de dos mundos y dos posibilidades distintas. El reto editorial y revolucionario de los próximos años se encuentra en conjugar el máximo de potencialidades de cada uno de esos mundos. Ello pasa por superar el falso dilema entre el libro digitalizado y el libro impreso.
Oscar Lloreda