Por Eduardo Viloria Daboín
I
Antes de hablar sobre el libro que presentamos hoy, quiero comenzar por decir un par de cosas sobre la poesía de Ana María en general. Y para eso me sirvo de un grande, Roberto Juarroz, y de una metáfora suya con la que definió su hacer poético: la metáfora de la verticalidad. Porque la poesía de Ana María no es horizontal. Es vertical. No es como un río en el que el lector va siendo llevado por una corriente y se encuentra con un meandro y después con un rápido y más allá con una cascada. No transcurre a lo largo del tiempo sino hacia adentro de tiempo. No es poesía ni de la hipnosis ni del ensueño, ni del arrullo o ni de la estridencia. No. Es poesía de la médula, del hueso, del corazón del sentido y la emoción puestos así palpitando sin ropaje, sin cáscara ni máscara, en la página. El destello del poema en la poesía de Ana María se forja como de golpe, concentrado, como grieta o eclosión, ascendiendo o descendiendo, pulpa sin más, entregada al lector en el brote mismo, sin antes ni después.
Hay otro tipo de poesía que forja su decir por acumulación, por transcurso, por agregación de rumor sobre rumor, música sobre música, arista sobre arista, pétalo sobre pétalo, hoja sobre hoja. La poesía de Ana María no. La poesía de Ana María se forja más bien por decantación y combustión, por estallido, pero un estallido que no deja una dispersión regada de fragmentos por ahí sino una médula resplandeciente y sólida. Eso es lo que uno se va encontrando página a página en los libros de Ana María.
Entonces, ante una poesía así, es muy difícil no quedarse callado y deslumbrado. Decir algo después de su impacto es muy complicado. Y lo es más en el caso de un libro como este, plagado de una poesía exacta, densa, esculpida, bellísima y durísima a la vez. Entonces uno se queda callado y hace silencio para que las palabras de esa poesía queden allí palpitando, resonando, y crezca adentro una palabra nueva, fecundada por la poesía, para que pueda haber diálogo. Y cuando es así, entonces uno no habla de un libro, sino con un libro. Quiero compartir aquí con ustedes los apuntes de ese diálogo.
II
Este libro de Ana María Oviedo Palomares es un viaje descarnado hacia adentro del costado más horrendo de lo humano: la guerra, la destrucción total de lo heredado y fundado, el despojo, el asesinato del presente y del futuro. A ese difícil lugar nos lleva Ana María y su poesía en estas páginas.
El epígrafe lo advierte de entrada:
bajo el látigo
y la violencia de las cadenas
un millón de pájaros
sobre las ramas de mi corazón
inventan el himno combatiente
Pero fíjense en esto, que es algo que marca a fondo todo el libro: aún en medio de la violencia y la opresión, el corazón sostiene la libertad y la belleza, le da sitio y cobijo al vuelo que alimenta el canto digno del combate:
un millón de pájaros
sobre las ramas de mi corazón
inventan el himno combatiente
A medida que se avanza en las páginas de este libro, poema a poema, uno va siendo deslumbrado por hallazgos verbales, poéticos, de increíble belleza. Se trata entonces de poesía de combate sembrada de joyas verbales y musicales. Al horror y a la violencia extremas se le opone así la palabra, la memoria, la belleza, casi como el único refugio que le va quedando al ser humano cuando se lo despoja de todo y todo lo suyo y su tierra misma desaparecen materialmente.
Nakba se titula la primera parte del libro, que significa catástrofe, desastre, y es el término con el que se nombra al desplazamiento del pueblo palestino. Jaimas se titula la segunda parte del libro, y jaima es el nombre de las tiendas que usan los nómadas árabes del norte de África, lo cual es una alusión directa al pueblo saharaui, y es también, en el libro, metáfora del refugio en medio de la errancia, metáfora de la fundación permanente de la propia morada cada vez en sitio nuevo o incluso en el aire, en el vacío, o en la palabra, en la memoria, en la poesía.
El libro va de frente y directo a decirle al lector en qué terreno se está situando al abrir sus páginas y adentrarse en ellas. Y ese terreno no es el de cualquier guerra ni de la guerra en general, sino de una muy específica: la que se libra para el exterminio, el despojo y la esclavitud, la que lo arrasa todo, esa a la que occidente ha sometido durante décadas al pueblo palestino, y en general a los pueblos árabes musulmanes, como el saharaui, el yemení o el somalí.
III
La sorpresa y el asombro no dan tregua en todo el libro, y comienzan a golpear al lector desde la misma primera página.
Ana María abre este libro llevando de la mano un sol en forma de infancia para comenzar a transitar su camino adentro de la noche, para emprender su viaje hacia adentro de ese territorio doloroso que se ha propuesto transitar: un lugar arduo, una noche en que las cosas, los seres, han perdido su cualidad de moverse siguiendo y rastreando la luz y su calidez, es decir, un territorio en el que pareciera que la mirada solo puede reconocer a la tiniebla y al frío.
El asombro es este: para plantarle cara al horror Ana María se equipa, a modo de bastimento y escudo, con la inocencia y la ternura. Esto dice. Escuchen:
Tomé tu mano y te llevé
a recorrer la senda
de los girasoles
Era tarde, noche de luna nueva y alta.
Pero los girasoles estaban ciegos
y no supieron inclinarse
ante ninguna tibieza.
Y entramos entonces en el dominio total de la tragedia, de la muerte, de la desolación, del dolor, un sitio en el que no se encuentra lugar para la ternura, un lugar en que
desaparecieron las flores
un pétalo es un lujo de la imaginación.
desaparecieron los pájaros
y desparecieron porque se murieron todos atragantados por el polvo de la destrucción causada por las bombas.
A este paisaje del espanto nos lleva Ana María, un lugar donde
No hay refugio posible
El enemigo llenó nuestra tierra de truenos amargos,
Sin olor a humedad, sin lluvia,
Puro ruido y resplandores nocturnos
Entonces allí, justo allí, se planta la poesía y canta, entrega su palabra ante la dignidad de quien lucha, resiste y combate:
Aquí hay poco espacio para la ternura
y sin embargo mis palabras se doblan
como grandes racimos de frutas,
cuando pasa el muchachito de 13 años, el que
lleno de fuerza y rabia
dispara un obús.
Ya no tiene miedo, la primera vez gritaba sin parar,
como para aturdir con furia su alma mínima.
Hasta ayer su padre le
besaba cada día en las dos mejillas y le esperaba
a la salida de la escuela.
Ahora ya no le espera más,
aunque a veces vuelva
desconocido y descarnado.
Y cierra ese poema disparando una piedra de orgullo y dignidad, un desafío, como esa
piedra recogida en una calle del infierno
a la que se refiere Ana María en otro poema.
He aquí la piedra lanzada a la cara del invasor:
El enemigo comienza a tener pesadillas,
se multiplica pero
no para de caer
y todavía cree
que puede ganar esta guerra.
III
Un asunto que cruza todo el libro es el despojo de la tierra, la expulsión del sitio del origen y de la vida:
Del otro lado
quedaron las montañas del jaguar,
las míticas panteras,
las cabras y
gacelas.
Nuestros niños las miran en la web,
como algo que no existe.
Otro poema dice:
Aquí están mis ángeles,
los mutilados a los que no basta el paraíso.
Querían tierra. No la prometida:
la de jugar al sol.
Y otro:
Afuera está ahora
la guerra
que pronto se llevará
la ventana,
y no habrá,
siquiera para el gato
un lugar
desde donde mirar.
Vivir es mirar, percibir, y sin percepción no hay vida. Nos deja sin aliento Ana María al decirnos así tan bellamente que la vida no es, no puede ser, sin sitio para desplegarse, y que es esa la realidad de aquellas guerras: no deja tierra ni territorio y sin eso no tiene la vida donde afirmarse y ser.
IV
Otro tema, que también atraviesa todas las páginas del libro, es la presencia total, avasallante, omnipresente, de la muerte.
En el libro vamos adentrándonos a una tierra calada por completo por la muerte, tanta y de tal forma, que no es posible nombrarla, abarcarla por completo ni con palabras ni con estelas o monumentos ni de ninguna manera.
¿Quién podría conocer todos los nombres?
¿Quién hará un monumento funerario?
¿En qué lugar dejará flores un ángel?
¿A qué lugar huir
si a todas partes
y desde todas partes
un sollozo pequeño,
como una bala, crece,
y ya no se acaba nunca?
Entonces llega el momento en que el poema no tiene más remedio que cantar la muerte de la vida misma, llorarla, más bien. Y allí aparece la magnífica metáfora del perfume, del aroma, como esa forma en que lo ausente, lo que ya no está y no se ve sigue permaneciendo, aunque invisible. Entonces, para nombrar lo que no está toca olerlo. Un olor, el silencio y el miedo es lo que queda cuando lo que ha muerto es la vida misma:
En el aire permanece el perfume de
las flores que llevaba en el pelo,
sobre el miedo,
cuando todo pasa
y el mundo en desorden
hace silencio por la vida,
quemada
hasta el hueso y la ceniza.
El olor, lo no visible, el recuerdo, la memoria, quedan, permanecen, persisten. De allí entonces una de las aristas poderosas que va adquiriendo esta particular forma de poesía combatiente: atesorar, contener la memoria de lo perdido o destruido, para que así pueda quedarse, volver, persistir, porque hasta la tierra misma ha sido despojada. Ese sedimento verbal termina siendo una forma también de libertad:
En las tardes de viento a favor,
tal vez,
un fugaz olor a salitre
traspasa los muros,
corroe alambres.
V
Ante el arrase de todo, cuando la vida pasa a transcurrir en lo yermo total, el paso del tiempo va forjando una memoria alimentada solo de lo que conoce, de lo que ve y respira y vive, que en este caso es casi la nada. Entonces, en la palabra que surge allí, en el lenguaje que surge de esa memoria despojada, vaciada y saqueada, ciertos vocablos no dicen nada, porque no remiten a nada conocido. Entonces la poesía asume otra tarea, la de preguntar por eso desconocido, por eso que suena hueco, sin carne. Así, de repente el poema grita su interrogante desamparada:
Dime cómo es la paz,
los árboles que crecen hasta dar sus frutos.
Dime cómo es el cielo limpio,
cómo es mirar las
estrellas que no estallan,
las estrellas que no tienen
seis puntas
llenas de sangre.
Para aquel cuya mirada ha crecido en medio de la muerte y de las bombas, de la destrucción, hay cosas desconocidas: el cielo limpio, los árboles que no mueren antes de dar frutos, las luces en el cielo que no son bombas.
VI
Hacia las últimas páginas de este poemario recibimos el deslumbre de un verso que parece contener todo el libro, su imagen total:
un árbol que llora flores
Ese verso, condensa incluso toda una poética: la de la poesía de combate que canta el dolor y la tragedia y es llanto, pero reluciente siempre de la más fina y depurada belleza: amor y gozo nacidos de la muerte:
Y he aprendido a decir amor
En mil lenguas muertas
Pero no solo el amor y la belleza, sino también la dignidad. Poesía de la dignidad que denuncia en sí misma y por sí sola el crimen, lo atroz cometido por el enemigo:
Una muñeca que flota en el mar
es una fácil metáfora de la muerte.
Los huesos caen y caen
hasta el fondo,
los huesos pesados de las niñas que
no pudieron sostener más
a la
muñeca.
VII
Finalmente, casi en la última página, porque no hay en Ana María ingenuidad ni idealismos, y no puede haberlos, menos aún después de transitar la escritura de este libre terrible. Aparece entonces en Ana María el desconsuelo, la desesperación por la inutilidad material del poema, y para decirlo recurre al ruego de un pastor somalí a la poesía.
Y es muy fuerte esto, porque como me decía ella en estos días intercambiando sobre uno de los versos que más me impactó, los somalíes son un pueblo de poetas naturales, no escriben, es una diaria oralidad deslumbrante. El verso era este:
vengo de un pueblo de canciones altas
y sonoras palabras,
y hoy soy una oración hueca
en medio de la guerra
Pero cerremos con aquel ruego que el pastor somalí sin cabras hace a la poesía:
Sírveme de consuelo.
Consuélame, te digo.
Antes llenabas todos los vacíos,
la vida era un canto que no llegamos a escribir.
Consuélame.
Si no para qué viniste,
agazapada que saltas desde mi exaltación.
Para qué si tú no puedes nada.
Cada palabra es una pérdida.
Milagro inútil.
Consuélame.
Consuélame.